Lectura quincenal

noviembre 21, 2012
Dónde los árboles cantan

Laura Gallego García



Capítulo I: De la celebración del solsticio, del relato del juglar y de la advertencia del caballero.

Todos los años, la víspera del solsticio de invierno, el rey reunía a sus nobles en el castillo de Normont para conmemorar el aniversario de su coronación. Había sido así desde que se tenía memoria. Todos los reyes de Nortia habían ascendido al trono en el solsticio de invierno, incluso si sus predecesores fallecían en cualquier otro momento del año. Por ello, con el tiempo, la celebración se había vuelto cada vez más festiva y menos solemne. Había justas durante el día, y un gran banquete con música y danza por la noche. Los barones del rey acudían con sus familias y sirvientes, por lo que, durante un par de jornadas, el castillo era un auténtico hervidero de gente.

También en la ciudad se respiraba un ambiente especial. Comerciantes de todas partes acudían a Normont aprovechando el momento, y en torno al castillo se formaba siempre un colorido y animado mercado. Viana y su padre, el duque Corven de Rocagrís, nunca habían faltado a la fiesta del solsticio de invierno, ni siquiera el año en que se presentaron de luto riguroso por la muerte de la duquesa. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, y los malos recuerdos parecían haber quedado atrás. Ahora, Viana llegaba a Normont llena de ilusión porque sabía que, la próxima vez que sus ojos contemplaran las torres desde el recodo, en primavera, sería para casarse con su amado Robian.

Ambos habían nacido el mismo día, pero aquí se acababa el parecido entre ellos: Viana de Rocagrís había visto la luz de su primer amanecer en cuanto abrió los ojos, grises como el alba, y su pelo era del color de la miel más exquisita. Pero no pareció impresionarle demasiado el hecho de nacer, ya que pasó el resto del día durmiendo, y con el tiempo demostró ser un bebé dócil y somnoliento que dedicaba encantadoras sonrisas a todo el mundo. Robian de Castelmar, por el contrario, había llegado al mundo horas más tarde, cuando la noche ya se abatía sobre la tierra, y era un chiquillo inquieto y llorón, con una indomable mata de pelo castaño que con los años se encresparía, enmarcando un rostro afable y apuesto. Los padres de ambos eran buenos amigos, y habían combatido juntos en las guerras contra los bárbaros. Sin embargo, y aunque todo el mundo lo daba por hecho, no se habló de boda hasta después de que la madre de Viana muriera. En aquel solsticio de invierno en el que Viana y su padre habían ido a la corte vestidos de luto, este había confesado que se veía incapaz de tomar otra esposa que sustituyera a su adorada Sidelia. Como no tenía hijos varones ni intención de engendrarlos con otra mujer, la opción más lógica era comprometer a Viana con el joven Robian y unir así los dominios de ambas familias.

Viana recordaba aún el momento en el que el rey Radis había dado su beneplácito al compromiso. Sus ojos habían buscado los de Robian, que se alzaba junto a sus padres, muy serio, al otro lado de la sala. Pero él le sonrió cálidamente al sorprender su mirada, y Viana se ruborizó al sentir de pronto como si un centenar de mariposas echaran a volar a la vez en el interior de su pecho, rozando su corazón con alas luminosas.

Y todo ello a pesar de que no era aquella la primera vez que se veían. Habían jugado juntos desde niños y compartido risas y confidencias, con una intimidad que en cualquier otra circunstancia habría resultado inadecuada entre dos jóvenes de distinto sexo. Pero sus progenitores habían alentado aquella amistad, previendo que con el tiempo se convertiría en algo más. A Viana no le importaba que su futuro matrimonio con Robian fuese concertado. Al contrario, se sentía increíblemente afortunada. Su amiga Belicia, hija de los condes de Valnevado, solía bromear al respecto, vaticinando que, mientras Viana disfrutaría de las atenciones de un esposo joven y guapo, a ella la casarían con un caballero viejo y artrítico. Viana no podía menos que darle la razón. Además, ambos estaban profundamente enamorados. De hecho, Robian le había confesado en más de una ocasión que, si sus padres no los hubiesen comprometido, él mismo la habría secuestrado para casarse con ella.

[...]

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