Lectura quincenal

febrero 16, 2014
Billie

Anna Gavalda


Nos miramos con rabia. Él, porque debía de pensar que yo tenía la culpa de todo, y yo, porque no era razón para mirarme así. Tonterías he hecho muchísimas desde que nos conocemos, y él siempre se lo ha pasado súper bien gracias a mí, así que era muy feo por su parte reprocharme ésta en concreto sólo porque iba a acabar mal…

Joder, ¿y yo qué sabía? Me eché a llorar.

—Qué, ¿ya te arrepientes? —murmuró,cerrando los ojos—. No… Qué tonto soy… Arrepentirte tú, qué tontería…

Estaba demasiado agotado para guardarme rencor del todo. Además, no servía de nada. En eso siempre estaríamos de acuerdo. Yo ni sé lo que significa arrepentirse…

Estábamos en el fondo de una grieta o de qué sé yo qué, algo geográficamente muy chungo. Una especie de… de desbarrancamiento en el parque nacional de las Cévennes, donde no había cobertura, ni un solo bicho viviente —y mucho menos una persona— y donde nadie nos encontraría jamás. Yo me había hecho polvo el brazo, pero todavía podía moverlo, mientras que él saltaba a la vista que se había roto todos los huesos del cuerpo.

Siempre he sabido que era valiente, pero ahí de verdad me estaba dando una lección.

Otra más…

Estaba tendido de espaldas. Al principio traté de hacerle una especie de almohada con mis zapatos, pero como casi se desmayó cuando le levanté la cabeza, la dejé donde estaba y ya no me atreví a tocarla. De hecho, ése fue el único momento en que se agobió a saco, pensaba que se le había jodi- do la médula y le daba tantísimo miedo acabar siendo un intocable que me dio la vara durante ho- ras para que lo abandonara en ese agujero o lo rematara.

Y, bueno, como yo no tenía nada a mano para cargármelo limpiamente, pues nos pusimos a jugar a los médicos.

Por desgracia no nos habíamos conocido lo bastante pronto como para jugar a escondidas, pero está claro que no nos habríamos quedado los últimos en la sala de espera… Se lo recordé, y le hizo gracia. Menos mal, porque yo, a este infierno de aquí o a la otra vida, no quería llevarme más que eso: sonrisas. Aunque fueran minúsculas y arran- cadas a la fuerza como ésa.

Todo lo demás, sinceramente, por mí que se quede en la consigna…

Le pellizqué por todas partes y cada vez más fuerte. En cuanto veía que le hacía daño, me llevaba un alegrón. Era señal de que su cerebro participaba y que no haría falta que empujara su silla de ruedas hasta San Pedro. Y si no, no había problema, estaba de acuerdo en cargármelo. Lo quería lo suficiente para hacerlo.

—Bueno, parece que está todo bien… No paras de quejarte, eso es que todo cirula, ¿no? Yo creo que, aparte de la pierna, también te has roto la cadera o la pelvis. Bueno, o algo por esa zona, va mos…

—Ya…

No parecía muy convencido. Se notaba que estaba agobiado por algo. Se notaba que, sin bata blanca y el artilugio ese como se llame que llevan los médicos al cuello, yo no resultaba nada creíble. Franck miraba al cielo con el ceño fruncido y refunfuñando, como era su costumbre.

Conocía bien esa expresión suya, las conocía todas, y me daba cuenta de que seguía angustiado por algo.

—Nooooo, Francky, venga ya… Estoy alucinando. No me lo puedo creer, tío… No me estarás diciendo que quieres que te meta mano para comprobar eso también, ¿o sí?

—…

—¿Que sí quieres?

Estaba claro, él luchaba con todas sus fuerzas por conservar su expresión de moribundo, pero mi problema no era en absoluto una cuestión de decoro, sino más bien de eficacia. El momento era delicado, y tampoco era plan de liquidarlo sólo porque yo no era su tipo…

—Oye… No es que no me apetezca, ¿eh? Pero…, o sea, tú…

Me recordaba a Jack Lemmon en la última escena de Con faldas y a lo loco. Como él, empezaba a quedarme sin argumentos y tenía que soltarle el último, el más definitivo, para que dejara de darme la tabarra:

—Soy una chica, Franck…

Y entonces… Ahí, en ese momento, si estuviera dando una conferencia muy profunda sobre la Amistad, en plan sección transversal con croquis, diapositivas, botellitas de agua para el ponente y toda la pesca, para explicar su origen, de qué está hecha y cómo distinguir imitaciones, pues bien, pediría que congelaran la imagen y, con mi puntero de profesora, señalaría su réplica.

Esas tres palabritas tan alegres y a la vez tan muertas de miedo murmuradas con una sonrisa súper mal imitada por un ser humano que ni siquiera sabía si iba a vivir o morir, si iba a seguir sufriendo y se iba a quedar sin volver a follar nunca más:

Well… Nobody’s perfect…

[...]
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