Lectura quincenal

mayo 14, 2014
El secreto del Galeón 

Ana Alcolea 



Marina miraba las estrellas cada noche. Le gustaba su brillo intermitente. No sabía que algunos de aquellos puntos de luz habían dejado de existir hacía millones de años. Marina ni siquiera sabía que se podía contar en millones. Ella sabía contar hasta mil, y con esfuerzo hasta diez mil, pero no mucho más. A Marina no le interesaba el número de estrellas que había allí arriba, tan lejos. Tampoco le interesaba conocer el número de años que se necesitarían para llegar hasta ellas. Marina no quería llegar hasta ninguna estrella. Le bastaba con contemplarlas desde la cubierta del barco en el que se encontraba.

—Marina, vas a coger frío. Ponte este chal sobre los hombros —le dijo su madre mientras se acercaba a la barandilla.
—Gracias, madre.

Marina se puso el chal y se lo estrechó lo más que pudo. Le gustaba mirar las estrellas, porque su brillo le hacía olvidar el hecho de que ya nunca volvería a la casa y a la ciudad que la vieron crecer.

Aunque, en realidad, Marina no había crecido tanto: tenía catorce años recién cumplidos y era menuda como su madre.

—Marina, entra ya en el camarote, que te vas a enfriar.
—Sí, madre. Enseguida entro.

Pero Marina se quedó todavía unos minutos bajo la vela del palo mayor, hasta que el cielo se cubrió de nubes que es condieron todas las estrellas.


Carlos tenía pocos deberes aquella tarde. Su madre había estado trabajando toda la mañana en el museo, y ambos habían decidido salir a dar un paseo por el parque. Era abril y hacía un sol espléndido. Se pusieron unas camisetas de tirantes, los cascos y cogieron las bicicletas. Al cabo de media hora de pedalear, se pararon junto a un banco. Marga sacó unos zumos de la mochila, los abrió y se sentaron. Carlos lanzó un profundo suspiro después de beber un largo trago de color naranja.

—¿Qué tal te ha ido hoy en el colegio?
—Bien, en Lengua hemos estado escribiendo una redacción, y en Ciencias el profesor nos ha estado explicando cosas sobre las es trellas.
—¿Sobre las estrellas? ¿Qué cosas? —preguntó su madre.
—Que algunas de las estrellas que vemos ya no existen. Yo no me lo he creído. ¿Cómo vamos a ver una cosa que no existe?

Todavía había muchas cosas que a Carlos le llamaban la atención. Carlos nunca se había creído todo lo que le contaban. Pero nunca se había planteado que algunas cosas que vemos no existen.

—Bueno, eso tiene que ver con la velocidad de la luz. Está comprobado científicamente —explicó Marga.
—Nadie ha ido nunca a las estrellas, así que no puede estar comprobado científicamente. La ciencia se basa en las pruebas, ¿no?
—Lo han estudiado a base de cálculos matemáticos —insistió su madre.
—Yo no entiendo las matemáticas, mamá. Sumar, restar, multiplicar, dividir, esto está bien, sirve para algo, pero lo demás...
—Lo demás también sirve, Carlos. Si no, las casas se hundirían, los puentes se caerían y tú seguirías teniendo los dientes separados.
—Vale, pero eso de las estrellas que vemos pero no están... A mí me da casi miedo pensarlo, mamá.
—A mí también —reconoció—, pero es lo que hay. El universo está lleno de misterios.
—Como tu museo, ¿no? Siempre dices que hay muchos secretos escondidos en cada pieza.
—Cierto.
—¿Y qué estás investigando ahora, si se puede saber? —preguntó Carlos con intención, después de beberse el resto del zumo.
—Unas piezas de un viejo barco que naufragó hace muchos años.
—¿Un barco que naufragó?, ¿como el Titanic?
—Naufragó, pero no como el Titanic. «Mi barco» no chocó con ningún iceberg. A este creemos que lo hundió un cañonazo. O un is lote con el que pudo chocar. Pero no un iceberg, porque lo han encontrado en aguas casi tropicales.
—¿Y había gente dentro que se ahogó?
—Pues claro. En los naufragios antiguos siempre moría mucha gente. Pero creo —dijo mirando el reloj— que debemos regresar a casa, empieza a hacer fresco, ponte esta chaqueta para regresar.

La mochila de Marga era como una maleta: siempre llevaba de todo allí dentro, sus «porsiacasos», como ella los llamaba: chaquetas, un botiquín de campaña, agua, zumos, bocadillos, chubasqueros aunque brillara el sol, gorras de visera aunque lloviera a cántaros...

Marga era así de previsora.


Marina contemplaba los vestidos que su madre le había metido en el baúl. El suyo era el más pequeño de todos los que había embarcado la familia. La ropa de doña Ofelia llenaba tres baúles enormes, y los de sus hermanas Beatriz e Isabel eran dos veces mayores que el suyo. Marina era la hermana pequeña y por eso su vestuario era menor. Además, aún no tenía edad de casarse y nadie le había hecho su ajuar. Para hacerlo iban a esperar a llegar a España. Allí, las monjas de Santa Mónica bordarían las sábanas que estrenaría el día de su boda. El único problema era que Marina no quería casarse.

[...]

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3 comentarios:

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